Niños y vacunas por Hoenir Sarthou
“La vacuna solo se ha probado en niños mayores de 16 años. Así, en este momento la OMS no recomienda vacunar a niños menores de 16 años, incluso si pertenecen a un grupo de alto riesgo”, afirma un informe publicado en la página oficial de la OMS el 20 de abril de este año.
Sin embargo, las autoridades sanitarias
uruguayas se proponen vacunar a todos los niños y adolescentes de entre 12 y 17
años de edad. La información oficial afirma que más del sesenta por ciento de
esa franja etaria ya se ha agendado e insta a los restantes integrantes de la
franja a agendarse.
Cabe preguntarse en qué se basa la decisión
de las autoridades uruguayas, considerando que la propia OMS, siempre promotora
de la vacunación anti Covid, la desaconseja para los niños y adolescentes
menores de 16 años.
De modo que un tipo de vacunas
experimentales, que no han sido debidamente probadas ni siquiera en animales,
mucho menos en niños, van a aplicarse a niños y adolescentes que no tienen
capacidad legal para decidir por sí mismos y presentan bajísimas probabilidades
de sufrir daño severo por la enfermedad. Suena realmente descabellado.
Se podría pensar que la decisión estuviera
fundada en la experiencia práctica de nuestro país con la vacunación de
adultos. Pero basta una ligera mirada a los antecedentes para descartar la idea.
La vacunación se inició oficialmente en el
Uruguay el 27 de febrero de 2021. Ese día, según el informe del SINAE,
fallecieron “con diagnóstico Covid” dos personas, de 83 y 86 años, y había
internadas en CTI un total de 71 personas.
En el resto de febrero las muertes con ese
diagnóstico habían promediado las 5-6 personas por día, y las internaciones en
CTI estuvieron siempre por debajo de las cien personas.
Siempre según la información del SINAE,
entre fines de abril y comienzos de mayo, es decir poco más de un mes después
de empezar la vacunación, cuando según la información oficial se inoculaban
unas 45.000 personas por día, las muertes diarias con diagnóstico Covid
promediaban 60-70 casos, o sea diez veces más que antes de empezar a vacunar.
Y los internados en CTI superaban
ampliamente las 500 personas, es decir, al menos cinco veces más que antes de
empezar a vacunar.
“Correlación no es causalidad”, dirán
algunos, alegando que no se puede establecer un nexo causal entre la vacunación
y la explosión de los contagios y las muertes. Eso sería válido si no hubiese
entre las vacunas y la enfermedad un nexo deliberado.
Pero resulta que las vacunas fueron creadas
para prevenir y evitar contagios y muertes.
De modo que, si su inoculación coincide
rigurosamente con un aumento geométrico de contagios y de muertes, es
inevitable concluir que, como mínimo, fueron ineficaces para el fin con
el que fueron creadas y suministradas. Tampoco se puede descartar, en estricta
lógica, que hayan incidido aumentando la cantidad de contagios y de muertes. En
ese punto, concedo que no hay nexo causal demostrado, pero sigue siendo una
hipótesis que ningún análisis racional y científico puede descartar.
Ahora, después de cuatro meses de frenética
vacunación, las muertes “con diagnóstico Covid” parecen haberse reducido
a la mitad (un promedio de unas 35 por día), lo que significa que siguen
muriendo con ese diagnóstico cinco o seis veces más personas que antes de
empezar a vacunar. Estoy esperando que algún genio demuestre que hubo algún
beneficio por haber vacunado, cuando en conjunto siempre estuvimos y seguimos
estando cinco o seis veces peor que antes de la vacunación.
El colmo del absurdo es el de quienes
celebran que “las vacunas redujeron el número de casos y de muertes”.
Afirmación doblemente absurda. En primer lugar, porque no se comparan las
cifras post vacunación con las pre vacunación, que sería la comparación
realmente válida y daría resultados horrorosos. En segundo lugar, porque se
asume un vínculo causal antes negado, de tal modo que las vacunas no tendrían
relación con el pavoroso aumento de contagios y de muertes ocurrido en los
primeros tres meses de vacunación, pero sí tendrían el mérito de la más que
modesta reducción de las últimas semanas.
El saldo real y comprobable hasta la fecha
es que, antes de empezar a vacunar, se registraban como muertes con diagnóstico
Covid las de 5-6 personas por día, y que, desde que se empezó a
vacunar, se han registrado como muertes con ese diagnóstico las de entre 30 y
80 personas por día. Números fríos, sin publicidad añadida. Dicho con otras
palabras, en todo un año de pandemia sin vacunas, murieron menos de 700
personas. En cuatro meses con vacunación, murieron más de 4.500 personas.
Reitero: números fríos.
Lo dicho para Uruguay parece valer también
para Chile, donde muertes y restricciones siguen sin reparar en la vacunación.
Hasta Israel, que oficiaba de modelo vacunatorio para el mundo, acaba de
anunciar que volverá a imponer mascarillas y otras restricciones ante la
llegada de nuevas cepas. Resta ver qué ocurrirá en Europa y en los EEUU,
donde se ha vacunado mucho con resultados dispares.
Sin
embargo, basta leer por pocos minutos la prensa y las redes sociales para saber
que las “nuevas cepas” (que surgen y desaparecen mediáticamente a razón de varias por día)
son la espada de Damocles que asegurará la continuidad de las políticas
pandémicas.
Todo indica que la promesa de recuperar la
normalidad, usada para promover la vacunación, especialmente con los quince,
es una promesa vana.
Las políticas pandémicas son de grandes
aprietes, pequeños aflojes y nuevos aprietes, como debe serlo todo
proceso duradero de pérdida de libertades y de derechos. Por algo el gran
profeta pandémico, Bill Gates, anunció que la emergencia continuaría al menos
hasta fines de 2022, y que en el horizonte habría nuevas cepas, nuevas
pandemias y desastres ambientales.
En suma: el mundo está sufriendo un proceso
de reorganización económica y política que, para ser viable, requiere cambios
culturales y sociales muy profundos. La pandemia ha sido y es un excelente
vehículo para esos cambios, por lo que nada hace pensar que esté en los planes
darla por concluida fácilmente, y menos al bajo costo de un par de pinchazos.
Por último, es necesario consignar que en
el mundo entero se están denunciando cifras muy altas e inusuales de efectos
adversos de las vacunas, incluidas muertes por coágulos y afecciones
vasculares. En particular las vacunas de ARN mensajero, como la Pfizer, que inoculan
la llamada “proteína espiga”, se están mostrando como una bomba de tiempo de
imprevisibles consecuencias.
En ese contexto, reitero: ¿cuál es la razón
y el fundamento técnico de vacunar y alentar a vacunarse a todos los
chiquilines mayores de 12 años? ¿Por qué hacerlo, si tienen bajísimo riesgo de
enfermar gravemente y, en cambio, pueden verse muy afectados por los efectos
desconocidos y no investigados de las vacunas?
La OMS admite desconocer los efectos de las
vacunas en menores de 16 años y no recomienda aplicárselas. El área de salud
del MSP, en un informe difundidísimo, ha admitido que no se conocen los efectos
a largo plazo de las vacunas. El propio laboratorio Pfizer se ha deslindado de
responsabilidad reconociendo que no investigó los efectos en niños de esas
edades.
¿Por qué diablos, entonces, Uruguay va a
vacunar a sus niños con un medicamento que no ha sido probado y cuyos efectos a
largo plazo son universalmente desconocidos?
No es una pregunta retórica. Lo estoy
preguntando muy en serio. Es imprescindible que las autoridades sanitarias y el
gobierno expliquen en qué se fundan para tomar esa decisión.
Es de esperar que quienes la adoptaron, y
quienes se encarguen de hacerla efectiva, tengan muy presente la
responsabilidad jurídica, política, humana y personal que asumirán si los
niños vacunados sufren daños.
QUE DIFERENCIA HAY SI LOS MATAS CON UNA AGUJA O UNA BOMBA?
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